NOLI TIMERE - Cuento 1
- Calderón M.
- 28 nov 2017
- 11 Min. de lectura

...Para Adery.
Solía poner entre mis dedos un lapicero rojo y en la mano contraria uno azul, ambos con la diminuta grabación de la marca comercial que los distinguía. Esa noche, la primera de otoño, escribí con el rojo en una pestaña de carpeta simple y amarilla el nombre Leonor Angella. No tardé mucho en ponerme de pie y llegar hasta la puerta blanca con chapa dorada, la tomé, una sensación helada recorrió mi brazo derecho al girarla.
—Adelante, Leonor.— Le dije a la enfermera por error, salí de mi consultorio y encontré la melena larga, negra y blusón tono hueso, de espaldas mirando perdida la réplica más barata de una pintura china. —Leonor, bienvenida, ven conmigo.—
Dio la vuelta, sus ojos grandes y castaños contrastaban con la piel ligeramente morena que entintaba su nariz respingada y labios pequeños, pálidos. Tenía rímel en las pestañas largas. —Gracias, doctor.— Pronunció con una voz poética, grave y segura, al tiempo que dibujaba una leve sonrisa como expresión protagonista.
Revisé su muñeca izquierda antes de entrar a la habitación pintada de azul cielo, la pulsera blanca tenía números aleatorios en la primera línea, su nombre en la segunda y diagnóstico en la tercera. 16060058 Leonor Angella Balani Esquizofrenia: Tipo B
La invité a tomar asiento demasiado tarde, cuando ya estaba doblando las rodillas para hacerlo, como si supiera de memoria mi rutina en cuanto a consultas. Acerqué el folder amarillo a mi pecho verticalmente y me aseguré de tener ambos lapiceros en las manos, entonces comencé. —¿Cómo te gusta que te digan? ¿Leonor, Leo, Angella? — Dije, al tiempo que recargaba la espalda en el asiento, me fijé en sus ojos, que me observaban cortantes y directos.
—Leonor está bien. — Asintió con la cabeza un par de veces.
—Qué bonito nombre. Yo soy Abernat, a partir de hoy seré tu doctor, durante el tiempo necesario que consideremos para tu estancia. — Desvié la mirada para anotar su número de ficha en una hoja del folder, con el lapicero azul. Noté que su silueta se inclinó para leer lo que escribía, parecía desconfiada.
—Abernat suena a un nombre antiguo, jamás lo había escuchado. —Comentó sin quitar los ojos del lapicero azul.
—Además de mí, tampoco he sabido de alguna persona que lo tenga. — Volví a su mirada, oscura como el azabache. —Aquí dice que llevas seis meses con el proceso de medicación, ¿Sigues teniendo experiencias desagradables? —
—No, doctor Abernat. — Sonrió, hizo énfasis en mi nombre, parecía gustarle.
—¿Qué pasa con las arañas? ¿No has tenido otra noche mala? — Dejé el folder sobre el escritorio y posé una de mis manos, la del lapicero azul, recargada en el mismo.
—¿Cómo lo sabe? — La sonrisa se borró de su rostro, fue cambiada por una expresión totalmente contraria, desconfiada y casi enojada. —¿Es usted quien me ha estado espiando? — Se incorporó, con la intención de ponerse de pie.
—No, Leonor, no me malinterpretes…— Solté el lapicero azul y me incliné un poco para señalar la computadora de escritorio que reposaba junto con un ratón y un teclado. —La doctora Isa me mandó tu archivo, los avances que llevabas con ella. No sé nada sobre ti que no haya escrito en el documento. —
El cuerpo de la joven se relajó, entonces soltó una suave risa, inesperada para mí.
—Claro. Disculpe, he sido víctima de algunas situaciones que me tienen preocupada. — Apretó los puños y los soltó. —Usted sólo es mi doctor. —
—Sí, espero que sepas entonces que puedes confiar en mí, ya te han recitado mis obligaciones y reglas las enfermeras. — Asentí una vez con la cabeza, mientras añadía con el lapicero rojo a la sección de síntomas la palabra “paranoia”, justo al lado de otras frases cortas que la antigua doctora se había encargado de anotar. —¿Te gustaría contarme de qué situaciones hablas? —
—No lo creo, pondrá en duda lo que digo. — Pronunció, apaciguada y amable.
—¿Por qué me juzgas antes de conocerme? Tal vez pueda ayudarte. — Leonor mordió su labio inferior, justo antes de comenzar a juguetear con las uñas de sus manos.
—Son… Las brujas. Han intentado contactarme desde hace mucho tiempo, creo que les atraigo. Dicen que tengo un poder que necesitan, pero para obtenerlo tienen que llevarme y no estoy segura de querer irme aún… La luna enrojecerá y lloverá sangre caliente. — Bajó la mirada.
—¿Cómo se comunican contigo? — Me incliné hacia el frente, listo para anotar novedad de síntomas, antes de percatarme de que ya estaban escritos con la letra de Isa, cosas como “brujas de luna” y “persecución” con otras parecidas.
—Me hablan durante el día o sueño con ellas por las noches. Son muy hermosas, la más bella me ha dicho que aún no tiene nombre, pero es la suprema. La veo en los vitrales cuando tengo prisa, a veces me acompañaba al conducir. —
—Ellas debieron irse con el medicamento. Aún no podemos decretar avances, hasta que puedan dejarte en paz. — Afirmé y escribí con el lapicero azul la primera oración. —Tendré que subir la dosis un miligramo, dejarás de tomar tres y ahora te daremos cuatro. —
—Eso no va a callarlas, ¡me quieren a mí! ¡no se detendrán! — Los ojos que llevaba algunos minutos evaluando se llenaron de lágrimas, llevó las manos a su larga melena oscura y por un momento temí que el rímel de sus pestañas se fuera junto con su lucidez. —Por favor, si le he dicho es porque dijo que podría ayudarme. —
—Tienes que confiar un poco…— La puerta se entreabrió, la enfermera escuchó sus gritos y se aproximaba a ayudar. La detuve alzando un la mano y se salió. —Creo en lo que dices, plenamente, pero tu realidad es distinta a la de otras personas. Necesito que intentes comprender y te acoples a nuestro ritmo de trabajo. Estoy seguro de que no deseas continuar encerrada en este lugar, ¿me equivoco? —
—No, no se equivoca…— Leonor mordió su labio inferior, acción que me causó escalofríos, después de todo, nunca dejaría de ser un humano, un hombre con deseos carnales. La muchacha era simplemente hermosa y su fragilidad podría atraer a cualquier ser con instinto protector. —El lugar me causa rabia, impotencia, ¡estoy enjaulada en todas partes y los vigilantes no me dejan ni respirar! —
—Seguimos hablando del hospital, ¿verdad? — Regresé la mirada al folder y a mi lapicero rojo, mientras la nariz de la jovial mujer sonaba contra el silencio incómodo que se formó en cuestión de segundos. —Subiremos la dosis, Leonor. Las brujas no existen, al menos no en este plano. — Esbocé mi sonrisa más cordial, procurando evitar sus ojos inyectados en sangre a toda costa.
Su única respuesta fue un gesto sutil con los labios, después señaló insegura hacia la puerta y a continuación se puso de pie. Emulé lo último para acompañarla, en cualquier otra situación la habría detenido, nadie daba por terminadas mis consultas sin previo consentimiento, pero su actitud y belleza cual cordero desorientado se ganó parte importante de mi atención.
Llegamos a la puerta y no se atrevió a voltear el rostro, me causó lástima saber que era la última vez que la vería en el día. Mis pacientes más interesantes eran los más trágicos, por desgracia, pues la ética médica no me impedía tener preferidos. En secreto, los niños y las mujeres jóvenes que deberían encontrarse en el auge de sus vidas, eran mis casos favoritos. Lo último que merece ser contado de ese día, fue la melena negra de Angella alejándose, ondeando serena al ritmo de sus pasos torpes.
Aquella madrugada llegué a casa, le di de cenar a mi perro mestizo y entré a la cama, fatigado y aburrido, para intentar dormir las cinco horas que restaban antes de que la alarma matutina sonara.
Rex tremendae majestatis Que salvandos salvas gratis
Abrí los ojos precipitadamente, como aquel que está a punto de caer o como quien se quema la lengua. Estaba tirado sobre cientos de ramas secas crujiendo bajo mi espalda, a pesar de que mi último recuerdo pertenecía a la cama King-size de mi habitación.
Me puse de pie con dificultad, apoyándome con ambas manos hacia adelante para no perder el equilibrio. No era complicado distinguir las voces soprano cantando las mismas frases repetidamente, que después de un par de coros deduje estaban en latín. Busqué con la mirada señales que me guiaran, ¿por qué estaba ahí? Jamás había sido perturbado por trastornos del
sueño como el sonambulismo. El miedo invadió mi pecho, pero no permití que se notara en mi semblante. Caminé a través de los árboles gigantescos y secos hasta divisar una luz roja e intensa moviéndose.
Roja, amarilla y después naranja. La fogata danzaba frenética creando un baile entre las sombras y la luz penetrante, miré hacia arriba, pero ni siquiera el cielo cuajado de estrellas logró tranquilizar la tensión que mi estómago experimentaba. El malestar subió a mi garganta cuando mis ojos se encontraron con el bellísimo rostro de una mujer conocida, ataviada con un vestido negro corte sirena, su larga melena negra peinada perfectamente en una media coleta, que dejaba sus hombros desnudos, bañados con el brillo de la luna. Era Leonor, que se quedó igual de sorprendida que yo al devolverme la mirada.
Hizo una seña rápida con sus manos para preguntar si también lo escuchaba, y así era, el canto de las soprano se volvía cada vez más intenso. Intenté acercarme a ella, pero justo cuando di el primer paso, su expresión intranquila trasmutó a una de terror, di la vuelta de inmediato.
Salve me Fons pietatis Salve me Fons pietatis
—¿Quiénes son? — Pregunté casi por instinto, al tiempo que me alejaba torpemente con pasos hacia atrás. Las siluetas femeninas arquearon la ceja derecha al mismo tiempo, para después inclinar un poco la cabeza y sonreír.
—Ella es el sacrificio. — Una de las mujeres dejó de cantar, su voz era increíblemente dulce aún entre frases simples, hechizante. Pero más que eso, se trataba de un tono que conocía, el de Leonor. Di la vuelta buscando la figura de mi paciente, ahí estaba, sus labios temblaban con inocencia mientras movía las manos con nerviosismo.
—Angella… ¿Qué está pasando? — La confusión superó mi miedo, intenté convencerme de que todo era un sueño cerrando los ojos durante un par de segundos, no funcionó. —¿Qué es lo que quieres de ella? —
—Es ella…— Leonor comenzó a moverse de una forma terrible, temblando frenética, parecía estar a punto de tener un ataque. Intenté correr hacia su silueta, pero la mano pálida de la otra Leonor me sostuvo con firmeza. —¡La luna enrojecerá y lloverá sangre caliente! —
—Tiene que suceder, Abernat, sólo así purificaremos al mundo. — Soltó mi brazo. Me alejé de la mujer para acercarme a Angella con rapidez, inmediatamente rodeé su cuerpo y procuré calmarla, pero no funcionaba. Entonces las voces empezaron a sonar nuevamente, el canto en latín proveniente de las pequeñas y hermosas bocas ajenas, pertenecientes a quienes Leonor llamó brujas en nuestra sesión.
—Tenemos que matar al cuerpo para que el alma viva con plenitud. — Recitó la bruja, dando una zancada hacia nosotros. En ese instante Leonor se despojó de mi brazo, del intento de protección que probablemente era nada a comparación del poder que podrían tener las mujeres que nos rodeaban. —Noli timere. —
Todo sucedió demasiado rápido, fue como si al escuchar esas simples palabras, un comando en la cabeza de Leonor le hubiera indicado qué hacer con exactitud. Se colocó de espaldas, vulnerable ante el calor de la hoguera, y se dejó caer. Escuché un grito fuerte, desgarrador y gutural, pero no provenía de los labios de Leonor, sino de todas las que presenciaron el acto, fue unísono, todas las voces dieron un solo grito. El cuerpo de mi paciente se desvaneció con el fuego creciendo en llamas desproporcionales. Se perdió y me quedé completamente solo.
Corrí como si millones de abejas me estuviesen persiguiendo, no me detuve hasta que encontré la figura de mi modesta casa y escuché los ladridos de mi perro. Deseaba ir aún más rápido, pero mis piernas no aguantaron el esfuerzo que exigía mi mente. Llegué dos minutos más tarde y por alguna extraña razón, el miserable perro no me permitió entrar por la puerta. Decidí ir a mi ventana, que siempre se mantenía abierta por las noches. Entré sin dificultad, con el corazón hecho un torbellino por la carrera y lo que acababa de experimentar. Alcé la mirada y me encontré con la imagen que siempre temí cuando era niño. Caí de rodillas, desesperado, mientras mis ojos se centraban en la única imagen visible entre las tinieblas de la oscuridad nocturna: mi cuerpo recostado en la cama.
Cerré los ojos para evitar mi realidad, me mantuve de esa forma un lapso eterno, recuerdo sentir la humedad de mis lágrimas recorrer un camino largo, desde la mejilla hasta el mentón. Abrí los ojos, mi primera imagen fue el techo blanco de mi habitación, después la colcha grisácea y finalmente mis manos; estaba recostado en mi cama de algodón.
Me paré y sentí un molesto mareo, pero no le di importancia. Jamás me puse los zapatos y la bata tan rápidamente como lo hice esa madrugada. Tomé las llaves de mi auto mientras el perro lloraba inconsolable, segundos después estaba subiendo a mi Volkswagen Beetle modelo 1969 y el motor que tanto me gustaba me irritó por primera vez en mucho tiempo.
Llegué al hospital en un parpadear de ojos, el gorila de seguridad me reconoció al instante y se quitó de mi camino para que pudiese ingresar al asilo sin complicación alguna. Corrí por los pasillos sin tener idea de cuál era la habitación de Leonor, que por suerte no fue necesaria, pues las enfermeras rodearon curiosas y preocupadas la entrada del cuarto 08.
—Qué bueno que llegó, doctor, no sabíamos si ponerle risperidona o sedante… Despertó gritando que se quemaba y ahora no deja de hacer eso. — Me habló una de las enfermeras.
Entré al cuarto e indiqué que nos dejaran solos, las mujeres más viejas dudaron un instante antes de obedecer la orden, pero lo hicieron. Escuché la puerta cerrarse detrás de ellas. Leonor estaba frente a la ventana, ataviada con un vestido blanco de dormir y su larguísima melena negra detrás de los hombros. Su voz pasiva era el único ruido cercano: Salve me Fons pietatis, salve me Fons pietatis.
—¿Te mataron? — Coloqué una mano sobre su hombro, intentando distinguir entre las tinieblas lo que ella veía.
—Tenemos que matar al cuerpo para que el alma viva con plenitud. — Pronunció de forma casi inaudible. —Lo intenté, intenté matarlo pero no pude. —
—Ellas te quemaron, Leonor, deberías estar muerta. — Jamás había sentido tanto miedo como en ese momento, la idea de estar con un cadáver me perturbó.
—No puede ser suicidio, aquel que se mata es torturado, obligado a mantenerse en la tierra de los sueños durante una eternidad y media. —
Solté un suspiro intranquilo, por fin logré ver lo que ella veía. No se trataba de los árboles de afuera o el patio del hospital, era su reflejo. Vi sus ojos grandes: muertos. Sus labios pálidos: muertos. Acaricié el cabello de la joven con mucha delicadeza, lo separé en dos mechones (uno en cada mano) y esperé a que diera la vuelta, para fundir nuestras miradas, o lo poco que quedaba de ellas.
— Tenemos que matar al cuerpo para que el alma viva con plenitud. — Jalé ambos mechones en torno a su cuello y apreté con toda mi fuerza, sentí cómo su alma regresaba para despedirse cuando un par de lágrimas sagradas brotaron de sus ojos azabache. Su cuerpo se retorció bajo mis brazos, glorioso, haciendo añicos la pizca de esperanza que tenía por el mundo. En ese momento fui su salvador, ella mi cordero radiante.
No entendí las palabras ahogadas que salían de su garganta, tal vez se trataba de un lamento griego o de alguna maldición, jamás lo sabría con certeza. Su ser regresó a la vida cuando un hilillo de sangre ennegrecida colgó de sus tiernos labios, indicando que el cuerpo ahora era inerte.
Solté su cabello con delicadeza y admiré las marcas color violeta que se formaron en torno a su cuello mientras la cargaba para llevarla a la cama. Ahí la dejé, inmaculada como símbolo de indulgencia. Entonces salí de la habitación, renacido, a correr por el pasillo para llegar a la entrada. Salí del hospital y al encontrarme en la intemperie sentí escurrir por mi corta cabellera humedad caliente, coloqué mis manos al frente para comprobarlo: era sangre. La luna era roja y estaba lloviendo sangre caliente. Miré hacia adelante y por un momento creí ver la silueta danzarina de mi antigua paciente, a la lejanía con sus cómplices. —La más bella ahora tiene nombre, Leonor. —
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